Literatura:



EL MISTERIO DEL PAPIRO MÍSTICO



Marco Antonio RODRÍGUEZ de GUZMÁN





VIÑA DEL MAR, Chile (EUROLATINNEWS) - Hace milenios, Hermes Trismegisto, ungido por el Dios Dyehuty --Thot como se le conoce en lengua helena--, en pleno desarrollo de su filosofía hermética pudo concebir la esencia universal.

Reflexionó que el universo en su constante circular y entrópico influjo no es más que un conjunto de hechos o actos que se van sumando, concatenando la cadena de acontecimientos que llamamos tiempo-espacio, que denominamos universo, mundo y vida del ser humano; pero que existen ciertos espacios, momentos o estados entre dichos puntos o hechos, que, como si fueran una sustancia etérea divina, contienen la fragancia inherente al conocimiento del todo, de la Verdad Absoluta, del Alpha y el Omega.

El texto en el que Hermes develada este misterio se perdió en la Ciudad de los Inmortales por nefasta gestión de Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de las legiones de Roma, tras enterarse que "si existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren". Flaminio Rufo era el afluente que borraba el secreto que había sido develado en otra región, en otro tiempo.

Siglos después, Cornelio Agripa, a través de sus prácticas demonológicas, logró recuperar el texto hermético, revelador de las cualidades más excelsas del cosmos, como un manantial en medio del más árido desierto conocido.

En su parte sustancial, el texto señalaba: "Todos los hechos, desde los tiempos cosmológicos más pretéritos, hasta los futuros, o muchos futuros, o muchas dimensiones, o branas y cuerdas vibracionales, ya sucedieron; todo es infinito, ergo, todo lo acontecido y por acontecer ha sucedido y acontecerá eternamente, en millones de futuros e incontables mundos y universos. Toda esta eternidad sucedió en un solo momento que se repite como una vorágine providencial, y el paso del tiempo es solo una trampa de la conciencia humana para poder comprender esta magnitud.

El avance temporal es creado por nosotros, como un fotón que se estrella a su máxima velocidad contra un diamante extravagante, y deja una fotografía eterna en un lienzo de incontables dimensiones y espacios; y nosotros somos como una hormiga divagando en aquella tela plasmada de firmamento, dándole a nuestra ínfima conciencia un sentido, un paso del tiempo, siendo que todo ya está trazado, coloreado y enjalbegado de los colores más grotescos y radiantes.

En las grietas de dicho lienzo, está la verdad universal, en aquellas fisuras, sustanciales y etéreas, está la omnisciencia absoluta. La grieta y el uróboros del eterno devenir son dos caras de una misma moneda".

El tratado continuaba con majestuosas revelaciones, sobre filosofía, alquimia, cábala, y misterios que hasta hoy ni las mentes más brillantes han podido vislumbrar. Agripa desarrolló varios tomos de su obra "De Occulta Philosophia" y uno de ellos contenía el papiro hermético.

Se lo dio a la entonces regente francesa Luisa de Saboya, para que ocultara en el rincón más recóndito que existiese el sublime tomo, que contenía el torrente etéreo del conocimiento.

Tuvieron que pasar cientos de años, o quizá solo un par de eternidades, para poder rastrear aquel tratado. Obras maestras fueron creadas que contenían atisbos de la revelación hermética. Tiempos circulares, la entidad y el Ser, Dios, el bien y el mal, la verdad y la mentira, sujeto y objeto --dualidades, quizá, infinitas-- eran temas que, desarrollados en aquellas obras de manera sublime, no alcanzaban a develar lo que aquel tomo de Agripa podría contener...excepto, tal vez, una.

En el "El Inmortal", Borges menciona ciertos personajes referidos en esta historia. También en el "El Aleph", cuento de igual nombre que su continente, hace alusión a un punto del espacio que contiene todo los puntos.

Subterfugiamente, el Maestro argentino delata secretos que el romano de su cuento, y del mío, se encomendó a no revelar. Quizá, él mismo, al igual que Flaminio Rufo, tuvo que actuar de sicario de la verdad, o tal vez todo lo contrario, y ser el último protector del papiro místico.

Días y días pasaron, con sus noches incluidas, hasta llegar al Siglo actual.

Federico Ariza, nacido hace 30 años en el balneario de Viña del Mar, en la costa de la capital sísmica mundial, Chile, incrustado en medio de una grieta, tectónica en este caso.

Por algún tipo de albur había llegado a estudiar la obra de Nietzsche; y sus valores cristianos, inculcados a la fuerza por la sangre y la espada de la cultura, le fueron arrebatados, quedando absorbido en el más profundo nihilismo.

Sus ídolos, con sus irrestrictos mandamientos valóricos, habían muerto, él los había matado, y ya no tenía una verdad sobre la cual sostenerse. Su existencia se volvió pesada y agotadora. Exhausto de sus pensamientos sobre el tiempo, el sentido de la vida, y el eterno retorno, decidió ir a Suiza en un viaje para la búsqueda de algo, de algo más. ¿De su identidad?, ¿de su entidad?, ¿de su ser?.

Indudablemente era una travesía más allá de lo terrestre, era interior, astral; si me permiten. El 14 de junio de 1986, Federico estaba en Ginebra, escribiendo pensamientos en servilletas de papel mientras disfrutaba de un cálido “machiato” en el agradable ambiente del Café du Parc des Bastions. Se le acerca un señor de unos 80 y tantos años, canoso, de caminar moroso, y con un notorio problema visual, lo que sumado a su bastón, lo hacían andar de una manera especial.

Pero, lo que más le sorprendió fue su sonrisa, la cual --pensó-- debiera ser declarada patrimonio de la humanidad. Se le sentó al lado y le comenzó a hablar en español, con un marcado acento rioplatense.

Charlaron durante horas sobre poesía, el tiempo y el espacio, de la transmutación de los valores, de mitos griegos y romanos, metafísica, epistemología, ontología, pesimismo, existencialismo y absurdismo; mientras bebían un old fashioned. Antes de irse, el anciano le entregó un papiro amarrado con una cinta de seda, a todas luces, de otra época. Le regaló la última solemne sonrisa y sentenció: "Ya encontrarás tu nuevo centro de gravedad".

Emprendió su camino de la misma forma en la cual llegó. Era la última manifestación terrenal de un máximo ser espiritual. En lo que no hubo duda era que aquel hombre se encontraba a 2000 kilómetros sobre el nivel del mar, y mucho más alto aún sobre todas las cosas humanas... demasiado humanas. Federico guardó el papiro en alguna grieta de su camisa.

Pocos días después, ya se encontraba en la Alta Engadina, en una cabaña que había arrendado en Sils-Maria. Los abetos incrustados en la cadena montañosa le recordaban unas vacaciones de su adolescencia, tomando chocolate caliente en el Bosque de Arrayanes, en Bariloche, cuando todavía era cristiano, ignorante, lego, y feliz.

Sentía el aire más fresco que nunca, con ese olor a naturaleza que emana después de largos días de lluvias y que el Sol evapora con sus rayos dorados, dejando en la brisa un éter de pureza magistral; aunque siempre, siempre, los aromas más evocadores van acompañados de ausencia. Pasaba los días caminando, pero mayormente escribía.

Jugaba a mezclar el estilo impresionista y de marcado simbolismo de Proust con el desarrollo psicológico de los personajes de Dostoievski; y sobre todo, quería engendrar una vendimia con los mejores viñedos de la prosa francesa y la filosofía alemana, para crear así el vino más excelso que el hombre jamás haya catado. Pero, ¿qué era lo que realmente estaba haciendo en ese preciso lugar de Europa?, ¿qué estaba buscando Federico Ariza?

En uno de esos días, que el calendario gregoriano no puede enumerar, en una larga caminata cerca del borde del lago Silvaplana, en el mismo lugar donde Nietzsche concibió la idea de la eterna recurrencia; casi como por compulsión celestial recordó aquel papiro que le había regalado el anciano en Ginebra. Siempre lo traía consigo, pero no quería o no podía abrirlo, nunca se sabrá el por qué, o siempre lo hemos sabido. Invadido por aquella pulsión, sin más, lo sacó de su bolsillo oculto en su camisa de franela y abrió el pliego.

Era el tomo que Hermes había embrionado, Agripa desarrollado, y Luisa de Saboya ocultado. Quedó perplejo ante las verdades que le revelaba, estaba aprehendiendo la grieta del lienzo, la sustancia etérea cosmológica, el pulso herido que sonda la vida desde el otro lado, la Luz de Mundo, la Sal de Tierra, en definitiva, la respuesta a todas las preguntas, o a las preguntas sin respuesta.

Decidió que esa noche deambularía por las montañas de ese paraje paradisiaco, en una exhaustiva conversación entre él, el caminante, y su sombra. Además lo acompañaban una libreta, un lápiz, unos cuantos libros, y el abrigo generoso de una botella de Whisky.

Unas horas pasado el alba, se encontró sentado en un tronco, absorto por las exposiciones del pergamino. Llegó a interpretarlo como aforismos metafóricos para desprenderse del peso de la vida, y verla como una oportunidad de creación, de voluntad; y, en su caso, pasar al nihilismo reactivo, cruzar el puente, y llegar a ser su propio creador de valores, y conductor de su existencia. Solo una palabra no se mencionaba, quizá aquella más importante que sugería el escrito magistral, la probable grieta que se invocaba una y otra vez; y por esto, el párrafo final del tratado místico lo dejó conmovido y desconcertado:

"En el universo que estés de los infinitos multiversos, en el tiempo cosmológico más pretérito, o más distanciado en el futuro, en cualquier grieta del lienzo trazado por la realidad existente, o en cualquier paraje en medio del influjo cósmico recurrente y circular, incluso en el país que estés de los cientos existentes en este irrisorio mundo; solo un miedo tienes que tener, el miedo a morir, pero que no sea de amor."

Lanzó el papiro al lago, para que la eternidad lo guardara para la gloria o para el fuego. Abrió, al azar, uno de sus libros que lo acompañaban y leyó solo las últimas líneas del último párrafo, que decretaban el final de la obra; práctica que siempre hizo en ésta vida, y quizá, en sus pasadas, paralelas, y futuras también: "He aquí mi aurora matinal, mi día; ¡levántate, pues, levántate, oh! gran mediodía".

Y al igual que Zaratustra, Federico Ariza abandonó su cueva oscura y nihilista, fuerte y ardiente como el sol de la mañana que surgía de las sombrías montañas de la Alta Engadina...

(Para Livio MAGGI ROSSELOT, y su eterna recurrencia en mí)


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